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Geo Corey, de sesenta y dos años, accionaba una enorme rueda de afilar con el pie y arrancaba un chorro de chispas del instrumento que tenía entre las manos. De repente, frenó en seco la rueda y lanzó una exclamación, al ver al hombre vestido de negro a pocos pasos de él. El recién llegado esbozó una sonrisa y mostró al afilador unos dientes largos, tan blancos como sus ojos saltones. —¿Le asusté, abuelo? Geo Corey dio un respiro. —No le oí entrar.
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