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Jay Mitchel, de veintiocho años de edad, moreno, ojos negros, nariz recta y barbilla enérgica, limpió cuidadosamente sus labios con la servilleta, y dejó ésta sobre la mesa para contemplar a continuación con cierto aire paternal a su amigo Lewis Yates, sentado frente a él, que en aquel instante daba cuenta de una enorme copa de mantecado. Lewis frisaba en los treinta y cinco años, era corpulento como la estatua de la Libertad, y su rostro ofrecía un perenne aspecto de ingenuidad, incluso cuando convertía en cascajo la mandíbula de alguien con uno de sus terribles puñetazos. Estaban cenando en el Pingüino Club, para lo que habían elegido una de las mejores mesas, ni muy lejos ni muy cerca de la orquesta, lo bastante para que la melodía llegase a sus oídos impregnada de cierta poesía. Ésas eran al menos las palabras que Jay había dirigido al maître al entrar en el establecimiento. Y el maître, no sólo había accedido a la sugerencia, sino que encomendó al mejor de los camareros atendiese a los clientes.