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En aquel paisaje desolado, Peach Clayton, sobre su corcel, era la viva estampa de la mujer bravía. Alzada la cabeza, bajo los rayos abrasadores del sol, resaltaba la fiera belleza de su rostro. Poseía unos ojos grandes, muy negros, provistos de sedosas pestañas, la nariz recta, de aletas palpitantes, la boca de labios rojos, gruesos, entreabiertos, por entre los que mostraba dientes tan blancos como el marfil, cortantes como los de un cachorro de loba, el busto prieto y alto, firmes los hombros y los brazos desnudos, morenos, del color de la miel. Enmarcando su cabeza, la negra mata de pelo completaba el salvaje aspecto de su figura. Tan sólo unos momentos antes había echado atrás, sobre la espalda, el sombrero de paja prendido a su grácil cuello por el barboquejo y ahora tiró de las bridas de su cabalgadura al llegar a lo alto del montículo.