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La luna recorría tranquilamente las cumbres de las nubes, aprovechando cada intersticio de la jungla para teñir de blanco los paisajes nocturnos, inquietando a las fieras y a las aves y sometiendo a sus leyes desconocidas las predicciones de los adivinos. También dibujó con sus trazos claros las estatuas repetidas del templo casi sepultado en la vegetación, pero no pudo adentrarse en los tortuosos pasadizos que conducían hasta la gigantesca nave central donde se reunían ordenadamente varios centenares de hombres con turbante, silenciosos y semidesnudos.
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