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Aquella tarde hacía un calor sofocante en Madrid, y, en contraste, en el piso de los Fuentes, todos sus habitantes, empezando por Germana, la criada, y terminando por Martita, la más pequeña de los huérfanos, sentían un frío indescriptible. María Victoria, la hermana mayor de aquellos cuatro hermanos, pensó que había que sobreponerse y hacer un esfuerzo. Ella, como cabeza de familia, no tenía más remedio que poner buena cara a la mala racha que se les venía encima. Una mala racha que apareció al morir su madre años antes y que culminaba al fallecer su padre, con el cual se había ido la alegría del hogar, el pan y la tranquilidad espiritual y material. Era, pues, preciso animarse ante los cuatro pequeños, aunque ella se sintiera destrozada.
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