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La tienda tenía un pequeño escaparate en el que se veía el habitual batiburrillo de las ropavejerías. Estaba situada en el callejón del Guerrero Español, donde es fama que se encontraron hacía muchos años los restos de un gigante bien conservado que vestía el uniforme de los descubridores. Abrí la puerta y una campanilla me anunció. El interior estaba tan oscuro que apenas se veía nada. Pero de las tinieblas emergió un hombre de edad, calvo y vestido con un guardapolvos grisáceo. —Buenas tardes —dijo. ¿En qué puedo servirle? —Necesito un disfraz —dije—. Me han dicho que tal vez usted tenga algo que me pueda servir. —Tal vez. ¿Algún disfraz especial?