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Fernando Gil fuerte, no muy alto, treinta y seis años, químico de profesión, detuvo el auto, lo aparcó en una esquina de la calle y saltó a la acera. Sin mirar a parte alguna atravesó la calle, empujó la puerta encristalada de una cafetería de moda y entró con aquel su aire de persona reposada, desenvuelta, que no teme encontrarse con enemigo alguno. Miró a un lado y otro y de súbito sus labios se curvaron en una sonrisa cordial. Al otro extremo del local alguien le sonreía de igual modo y nuestro amigo avanzó presuroso y estrechó con calor la mano que le tendía Eugenia Villamar. ¡Femando! exclamó entusiasmada. ¡Cuánto tiempo sin verte! Seis años, querida amiga. ¿Y tu marido? Lo espero en este instante. Siéntate, Fernando. Ernesto se alegrará mucho de verte.
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