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Max Harlan pensó de nuevo que Cora Melton era una delicia de mujer. Labios como la llama, cabello de azabache y una figura que suscitaba el silbido de muy honda admiración. Pero al entrar en el despacho de la doctora Melton, y verla con su blanco uniforme, Harlan no pudo reprimir el leve escalofrío morboso. Sonriente, reiteró ella su clásico saludo: —Max Harlan, detective privado, peligro público. —¿Cómo anda el negocio? —bromeó Harlan.
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