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El teléfono sonó, insistente. Arrojé el periódico a un lado y descolgué el auricular. Una voz de mujer que yo conocía bien inquirió: —¿Steve, eres tú? —Seguro, nena. —¡Acabo de leer los periódicos de esta mañana! —Yo también. —¡Has vuelto a hacerlo! Su tono era acusador, frío como el hielo. Enarqué las cejas, porque aquélla era la mujer con la que iba a casarme muy pronto. —¿He vuelto a hacer qué? —¿Es posible que lo preguntes? ¡Otro hombre muerto!… —¡Oh, eso! Si has leído el periódico, ya sabrás que se trataba de Pietro Carmino. —¡Era un ser humano!
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