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Fuera estaban las estrellas. Probablemente Krull hubiera podido verlas de poseer órganos sensibles a la luz y los medios para elevarse a diez mil kilómetros por encima del inmenso y alborotado mar que era cuna de los de su especie. Pero, ¿de qué le servirían los ojos a quien vivía en eterna oscuridad, donde ni siquiera llegaba el continuo centellear de las apocalípticas tormentas que, día tras día, durante miles de siglos ininterrumpidamente, azotaban la tumultuosa superficie del océano? Y, ¿cómo sería posible, aunque contara con algo equivalente a unas alas para volar, que ningún ser viviente abandonase las tranquilas profundidades para ascender a la región de las continuas marejadas, con olas de centenares de metros de altura, y luego siguiera subiendo en la irrespirable, densa y opaca atmósfera de letales componentes, hasta asomarse al maravilloso Universo exterior?