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Todavía con la chaqueta en una mano, la corbata aflojada, y ya descalzo, Bram Randall fue a abrir la puerta de su apartamento, con el ceño fruncido. Desde luego, si era algún inoportuno lo echaría con cajas destempladas, qué demonios… Abrió la puerta, no muy amable el gesto, pero en seguida su expresión cambió. Ante él había una muchachita rubia, de grandiosos ojos azules y cuerpo sensacional, que era suficiente para despejar cualquier mal humor. Junto a ella, un hombre de unos treinta y cinco años, alto, atlético, de ojos castaños.