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La rubia terminó su actuación, dejando que los clientes del local gozaran por unos instantes más de su soberbia anatomía, y luego, sonriendo, se retiró por entre los cortinajes de terciopelo. Los aplausos la siguieron mientras iba pasillo adelante. Sólo que entonces la sonrisa ya no estaba en sus labios, y en el bello rostro no quedaba más que una expresión de hastiado cansancio. Se cruzó con las muchachas que iban a interpretar el siguiente número, todas alegres y ligeras de ropa. Abrió la puerta de su camerino y entró, dejándose caer cansadamente en el taburete que había frente, al tocador. Mirándose al espejo se dedicó a sí misma una mueca desagradable.
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