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Don Diego de Soto acababa de bajar el deslumbrante vestido escarlata a la dama de blanca peluca y hermoso rostro, descubriendo que sus pechos eran todavía más bellos que todo cuanto de ella era visible normalmente. La bella jadeó, rendida en brazos de su apuesto amante español, esperando lo que había de llegar. Sus labios se entreabrieron recibiendo el cálido beso del varón, mientras las manos del mismo acariciaban la turgencia sedosa de sus senos. —Soy vuestra, don Diego —fue su murmullo invitador—. Tomadme, os lo ruego, amor mío.
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