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Su contrincante, Phillis Foster, un individuo seco y tieso, de tez pálida, ojos brillantes, nariz afilada y fino bigote, en el que las hebras de plata predominaban sobre la primitiva negrura del pelo, extendió sus manos finas y bien cuidadas y barrió hacia su pecho el montón de billetes que había servido de apuesta. A simple vista, podía calcularse que el montón de dinero que había acumulado delante de él ascendería a unos veinte mil dólares. Sus cartas estaban boca arriba sobre la mesa. Un póker de ases servido que le valió aquella baza decisiva en la que se cruzaba mucho dinero.
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