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No es el ataque, ni la llegada, ni siquiera la invasión de un país vencido lo que modifica la existencia de las gentes, sobre todo cuando las tropas triunfantes enarbolaban la bandera del Tercer Reich.Era la aplicación de una ideología nueva, de un nuevo hombre, miembro de una raza superior, quien instituía en los países ocupados una especial dimensión, hecha de dolor, de miedo, sangre y de sufrimiento. Barriendo las creencias de los pueblos subyugados a la égida de la Cruz Gamada, se instalaban en los altares vacíos las nuevas deidades, salidas de las febriles páginas de Chamberlain, depuradas por los filósofos del nacionalsocialismo. Eran, llana y simplemente, los DIOSES NAZIS.Divinidades ásperas, cargadas de odio y de desprecio, midiendo con un mismo rasante a todo aquello que no había surgido de ellas, rayando del límite de lo humano cuantos estaban situados más allá de la frontera que encerraba al mundo de la Raza de Señores. Los DIOSES NAZIS Invisibles, se materializaban y personificaban en sus servidores, los sacerdotes de la Muerte, que así la llevaban, bordada en plata, en sus negros, tétricos, imposibles uniformes.