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Apenas si habían transcurrido quince horas desde los graves acontecimientos ocurridos en el aeropuerto de Heathrow, cuando el norteamericano James Graham llegó a él en un vuelo procedente de Italia. Graham andaba por los treinta y estaba cerca del metro noventa de estatura. Sus hombros eran bastante anchos y su sastre no tenía necesidad de poner guata en las americanas, de corte perfecto y de la máxima calidad. El mentón cuadrado y los fríos ojos grises le conferían el aspecto de un hombre duro, agresivo.
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