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El viejo estaba sentado en la acera de tablas, dormitando, en espera de que mistress Mills, la esposa del herrero, le invitara al acostumbrado café. La señora Mills era compasiva, caritativa. Y ayudaba al viejo Jerry en lo posible. Lo hacía cuando Mills, el herrero de brazos hercúleos y pésimo genio, roncaba tumbado en el interior de la herrería. Y la señora Mills salía con un pote de café y algunas pastillas de tabaco de mascar. Eso solía suceder casi a diario. Y el viejo Jerry era ya algo así como el perrillo de la casa. ¿A él qué? Era demasiado viejo como para sentirse humillado.