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Sam Kelly entró en la lujosa mansión de Beverly Hills, y sonrió amistosamente al mayordomo, que se quedó mirándole con expresión crítica. —¡Hola! —saludó Sam—. ¿Está Norah? —Sí, pero… —Pues tengo que hablar con ella. No me acompañes, muchacho; conozco el camino. Pasó junto al mayordomo, cruzando el vestíbulo, directo hacia el gran salón. El mayordomo vaciló, pero acabó por encogerse de hombros. Fue una sabia decisión, porque intentar detener a un tipo como Sam Kelly habrían sido ganas de complicarse la vida: medía más de metro ochenta, tenía unos hombros colosales, y unas manazas con las que sin duda, podía romper algo mucho más sólido que el cuello de un mayordomo.