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El helicóptero a reacción que pilotaba Marcel Deschamps empezó a descender lentamente, en busca de un sitio donde aparcar en la gran terraza del rascacielos de ciento cincuenta plantas, situado casi en el centro de la inmensa ciudad. Pudo por fin encontrar un pequeño espacio entre otros dos vehículos de la misma clase y, descendiendo, fue a meterse en uno de los veinte ascensores que desde la misma terraza conducían a cualquiera de las plantas del edificio. Pulsó el botón que le llevaría al piso 45, a una velocidad que más bien parecía una vertiginosa caída que un descenso controlado y, en los breves segundos que duró el viaje en vertical a través de la casa, pensó vagamente en la misión que sin duda le encargaría esta vez su jefe.