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Diego y Luisa Monterrey hablaban con su hija persuasivos. Se hallaban en el saloncito del palacete que habitaban en la parte residencial de las afueras de la ciudad. Era pleno verano y los ventanales se hallaban abiertos de forma que el sol mortecino del atardecer entraba bañando todo el lujoso salón en el cual hacía el calor natural que aquel sol había dejado durante el día, si bien a determinada hora de la tarde, la brisa del cercano mar producía como un cierto airecillo refrescante. Luisa Monterrey se levantó y entornó los ventanales y encendió una lámpara de pie, de modo que el salón se hizo más íntimo. A la puesta de sol, el próximo mar azuloso durante el día se iba tornando grisáceo y ondulado y el firmamento se poblaba de diminutas estrellas. La voz de Diego Monterrey de persuasiva se iba haciendo firme a medida que hablaba. Indudablemente decía verdades como puños y su hija queescuchaba lo pensaba así y no digamos Luisa, que era realista y pensaba igual que su marido.
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