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Tres semanas más tarde, Green Woods era, o al menos parecía, un pueblo completamente distinto. Cierto que se veían algunos perros y gallinas, pero ya no había niños jugando en la calle, ni se veían pacíficos habitantes caminando de un lado a otro cumpliendo sus quehaceres. Y, desde luego, ni una sola mujer se atrevía a pasar por la calle, ni siquiera durante las horas del día. Motivos: la calle estaba llena de pistoleros, matones, gente brava, camorrista… Los había en todas partes: sentados en mecedoras, en el porche de los dos pequeños hoteles, en los escalones de los porches de las cantinas, apoyados en los postes de las aceras… Y, al parecer, no tenían otra cosa que hacer sino estar allí fumando, bebiendo, soltando risotadas, o pelearse entre ellos.