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Le había costado mucho, pero al fin estaba allí. En pleno corazón del Mont Salmón, en las fragosidades de aquella sierra árida y rocosa, coronando una fatigosa labor de dos semanas de persecución, en las que ni por un momento perdió el rastro de los dos hombres a los que acosaba. Dos redomados canallas que, como alimañas perseguidas y astutas, en aquellos quince días habían intentado toda clase de trucos y añagazas para quitárselo de encima. Tiempo perdido. La gente lo sabía: a Glen Mayer jamás se le había escapado una «pieza».
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